MANUEL LUQUE ARREBOLA
(MANOLO “LA TURCA”)
UN HOMBRE TODO BONDAD Y CERCANÍA
Escribir sobre las vicisitudes existenciales de una persona ausente que nos dejó para volar a ese “más allá” donde todos inexorablemente nos encontraremos algún día, es tarea frecuente que he acometido en varias ocasiones. También escribir en vida sobre una persona presente, mediante una entrevista o diálogo con ella, es algo que muchos profesionales de la información practican todos los días. También yo lo hice en el pasado, esporádicamente, con mejor o peor fortuna, sin ser un profesional de la comunicación… Pero escribir en vida —como hago ahora—sobre un hombre afectado por la terrible enfermedad de Alzhéimer es algo lacerante, penoso y lleno de dificultades, pues la esencia de una entrevista es la intercomunicación y el diálogo entre entrevistador y entrevistado. En el caso concreto que voy a relatar, el coloquio entre ambos resultó difícil, por no decir de imposible realización… Y todo a pesar de la amistad y buena sintonía que existió en el pasado entre él y yo. Pero como conocedor de su vida, tras bucear en su peripecia humana, extraje algunas conclusiones sobre su persona que expondré después.
MANUEL LUQUE ARREBOLA
El cerebro de las personas afectadas por esta terrible enfermedad neurodegenerativa e irreversible — cada día más alarmantemente extendida— es como un recóndito arcano donde las ideas se entremezclan y desdibujan hasta borrarse sin dejar esa huella indeleble que, más o menos profunda, perdura en la mente sana: la memoria. No puede afirmarse de ellas que “el recuerdo es el único paraíso del que no nos pueden echar”, como afirmó imprecisamente un conocido literato francés… En estas mentes, irreversible y progresivamente enfermas, los recuerdos se van y desdibujan sin que el sujeto pueda asirse a ellos ni nadie ayudarle a retenerlos… Todo muy triste y terrible… Pero hoy por hoy, irremediable, y como digo antes, con una prevalencia cada vez mayor.
No obstante, cuando una persona es tan conocida en la comarca como Manuel Luque Arrebola, Manolo “la Turca”, — 85 años cuenta cuando esto escribo— poco nos puede decir el interesado que la gente, vecinos y paisanos suyos, no conozcamos acerca de su trayectoria vital. No podrá relatarnos cosas de su vida pasada, pero los que tuvimos la suerte de tratarlo y conversar con él cuando se encontraba en plenitud de facultades mentales, si podemos decir la gran persona que es este hombre: buen vecino, sencillo, habilidoso trabajador, servicial, comunicativo, siempre afable y cariñoso con todos…
Vive en Los Parrales de Vilo— caserío Los Manzanares— asistido y apoyado en todo por el amor y el cariño de Victoria, su esposa, mujer ejemplar y abnegada que le dedica todos los momentos de su vida, y que cuenta con la colaboración y ayuda de sus hijos e hijas, éstas últimas residentes en Cataluña, pero que se desplazan frecuentemente a Periana para visitar a sus padres.
VICTORIA LUQUE MUÑOZ (SU ESPOSA)
Recuerdo muy especialmente las largas conversaciones que mantuve con él en los años anteriores a la aparición de los primeros síntomas de la enfermedad que le aqueja. Solía asistir con regularidad a las misas de difuntos que se ofrecen en la Parroquia de San Fernando Rey, en Mondrón. En nuestros pueblos la gente somos muy obsequiosos a la hora de hacer un cumplido o transmitir nuestras condolencias por el fallecimiento de algún miembro de la familia: defectos tenemos los que habitamos en estos pagos, pero la solidaridad y cercanía en tan dolorosas circunstancias es siempre espontánea y sincera… A nadie le faltan las muestras de cariño que, si no suprimen, al menos consuelan y actúan como lenitivo que mitiga el dolor ocasionado por la pérdida de un ser querido, experiencia a la que nadie escapa y que hemos vivido, o viviremos inexorablemente, en algún inesperado momento de nuestra existencia…
Próximo a la entrada de la sacristía del templo existe un poyo de cemento paralelo al acceso que conduce hasta el centro de la localidad. En este poyete nos sentábamos Manolo y yo, a la sombra de un viejo y rugoso olivo, testigo mudo, como otros muchos de la comarca, de antiquísimas historias que presenciaron y conservan como los viejos pergaminos… Allí, esperábamos la llegada del sacerdote, residente en Periana. No soy el sacristán de la parroquia ni tampoco esa es mi vocación——hoy las parroquias no generan beneficios para pagar sacristanes— sino un voluntario y asiduo colaborador. Durante el tiempo de espera, entre repique y repique de campanas, escuchaba con atención e interés las cosas que Manolo me contaba relativas a su pasado: la juventud, salpimentada con amores, a veces rocambolescos, el trabajo, casi siempre duro, mal retribuido y escaso, la familia y sus esfuerzos para sacarla adelante como casi todo el mundo hace, la convivencia con los vecinos más cercanos, siempre amistosa y cooperadora, expresión propia de la buena vecindad. Y así, poco a poco, me fue descubriendo los entresijos más íntimos de su alma.
También oía el relato de los sucesos más destacados que acaecían en el ámbito de nuestra comarca, y de este modo pude constatar que Manolo era una persona bien informada y conocedora de todo cuanto sucedía en nuestro entorno. Además, gozaba en aquella época de tan buena memoria, que nada hacía presagiar que con el imparable paso del tiempo pudiera oscurecerse… Su expresión, antes de la enfermedad que padece, era lenta y pausada como buen y ameno conversador. Las noticias que me transmitía no dejaban de despertar mi curiosidad dado que habitualmente no resido en esta localidad: mi estancia en ella es casi siempre temporal, y a veces esporádica, con la finalidad de acompañar a los deudos en algún entierro o asistir a una misa de difuntos, sin por ello dejar de echar un vistazo a mi modesto patrimonio rústico…
Durante su vida activa fue muy estimado como un excelente trabajador, hábil en las faenas agrícolas y dotado de una gran fortaleza física. Y también por las muchas destrezas que poseía, entre ellas las de “curandero” o persona con una capacidad especial para el ejercicio de ciertas prácticas curativas. Periana ha sido siempre tierra fértil en expertos curanderos de las más diversas dolencias. Conocí en mi infancia y adolescencia a varios ellos, algunos de los cuales recuerdo con especial cariño, como es el caso de La Platera, viejecita dulce, encanecida y con una pronunciada cifosis dorsal propia de su avanzada edad, mujer sobre la que escribiré algún día como expresión de mi gratitud por el bien, al menos psicológico, que me hizo… Estas personas merecen ser recordadas y reconocidas públicamente por los muchos achaques e indisposiciones leves que curaron, o al menos paliaron, en la población empobrecida, cuando la medicina oficial — entonces “en mantillas” —estaba alejada del alcance de muchas personas en los tiempos de penuria económica y oscurantismo que corrían, no obstante haber sido nuestro pueblo residencia de muy buenos y excelentes galenos, que aplicaban con acierto los limitados medios que los conocimientos científicos del momento —y también la siempre condicionante economía — ponían a su alcance.
Algunos de estos curanderos eran visitados por personas procedentes de más allá de nuestros límites municipales. Y sin duda, Manolo ha sido uno de ellos. Su destreza ha consistido primordialmente en la curación, mediante suaves masajes, de las dolencias más comunes que afectan a los tendones o cuerdas, como la tendinitis o inflamación de los mismos: nada de sugestión, oraciones ni potingues… Sólo el suave deslizar de sus manos por las zonas enfermas bastaba para eliminar el dolor y restablecer la funcionalidad del miembro afectado. Su habilidad para estos menesteres era innata: “el curandero nace y no se hace”, reza un adagio. Lo mismo que se dice de los buenos artistas…
La gente de la comarca, cuando alguien padecía alguna de estas tan comunes dolencias, aconsejaba:
—Llama a Manolo “La Turca”, y verás qué pronto te quita el dolor…
Entonces, Manolo, siempre disponible, con la calma y proverbial paciencia que le caracterizan, , “desmontaba las cuerdas y las hacía regresar a su sitio” mediante suaves y delicados masajes Todo ello sin dolor ni necesidad de recurrir a los conocidos analgésicos, entonces en sus albores, ni tampoco a pócimas de hierbas o plantas medicinales de dudosa eficacia más allá del efecto placebo y a las que tantas personas solían acudir en el pasado con la esperanza, casi siempre frustrada, de encontrar un rápido remedio a los males que padecían.
Pero no solamente curaba estas afecciones en los adultos como hoy haría un avezado fisioterapeuta. También los bebés aquejados de acumulación de gases en el vientre, que hacen que el pequeño se sienta hinchado, lloroso e incómodo, síntomas muy conocidos por esas innatas y excelentes pediatras que son las madres, eran curados por Manolo mediante suaves golpecitos en la espalda o leves masajes en la barriguita… Los niños, me dice un vecino, amigo común de ambos, entraban en casa de Manolo compungidos y llorosos, como es habitual en este tipo de dolencias infantiles, y salían sonriendo liberados de su dolor abdominal… Mucha gente decía: tiene “gracia” para curar… Y no, la gracia es otra cosa… No hacía milagros… Tenía, como otras muchas personas antes y después tuvieron, habilidad y talento natural para ello. Los llamados remedios caseros o medicina popular ha coexistido siempre con la oficial o académica, aunque a decir verdad, la primera ha ido perdiendo cada vez más terreno ante los espectaculares avances de ésta última. Pero la fascinación por lo sencillo y simple continúa existiendo, sobre todo, cuando otros remedios fracasan y el enfermo pierde la esperanza porque le dicen la verdad, a veces con crudeza y ausencia de piedad, sobre la irreversibilidad y pronóstico negativo de la enfermedad que padece. Es entonces, cuando muchos de estos enfermos desahuciados cambian—casi siempre vana ilusión— la farmacia por la herboristería, el medicamento por la infusión de hierbas…
¡Ah!, y todo lo hacía sin cobrar nada ni recibir dádiva alguna, ni siquiera como recompensa por el tiempo invertido…! Todo gratis y con el aderezo del amor y la bondad… Con el altruismo y generosidad de los grandes.
Me cuentan amigos y compañeros suyos de trabajo en sus años de juventud, cuando trabajaba como jornalero en las labores propias de “las caleras”, en compañía de sus parientes “los molineros”, ocupación muy frecuente en aquellos tiempos, que durante las pausas, recesos o descansos propios de tan dura faena, Manolo se apartaba del grupo de compañeros de trabajo, y a la sombra de un arbusto, cogía papel y lápiz para dedicar su tiempo de descanso a componer poesías y coplas sobre temas o sucesos acaecidos en la comarca. Y a decir de sus compañeros de faena, eran tan cadenciosos que guardaban la debida proporcionalidad en los acentos, rimas y pausas. Otra habilidad de su vida…
Así ha vivido siempre Manolo. Por todo ello se aprecia y quiere por propios y extraños… No está solo ni aislado en la oscuridad de su cerebro: le acompañan y quieren, además de sus familiares, los muchos amigos que tuvo y tiene.
Segundo PASCUAL TOLEDO
Diciembre de 2016.
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